“Cada pueblo o nación tiene el gobierno que se merece”, escribió en medio del ruido y la furia de la Revolución Francesa el gran intelectual conservador francés Joseph de Maistre (1753-1821). Malraux actualizó el apotegma dos siglos después al señalar que “la gente tiene los gobernantes que se le parecen”. En ambos casos la afirmación no lo declaraba explícitamente, pero resultaba evidente que era su intención hacerlo: los malos gobiernos y los malos gobernantes no nacen por partenogénesis ni caen del cielo como un meteorito; expresan, en forma quintaesenciada, los defectos, taras, virtudes y vicios de sus gobernados. Desde el fin de la monarquía que añoraba De Maistre y la crítica a la democracia pervertida que atacaba Malraux yacía la conciencia de que gobiernos y gobernados son el recíproco espejo de pueblos y élites gobernantes. No existen los unos sin los otros.

En este sentido, la historia de esta espantosa y ridícula tragedia es absolutamente original, originaria, made in Venezuela. En otro país, por ejemplo en Chile hasta donde yo lo conozco, tras un golpe como el del 4 de febrero de 1992 Chávez no solo se hubiera secado en la cárcel, sino que de haber llegado al gobierno –un supuesto absolutamente negado, dada la integridad moral y el patriótico nacionalismo de los militares chilenos– hubiera sido bombardeado y si no se hubiera suicidado por falta de grandeza, que jamás la tuvo, muy posiblemente hubiera sido fusilado. Otro supuesto imposible y negado. Chile ha tenido buenos y malos gobernantes, como cualquier otro país del mundo. Pero no ha tenido payasos, ladrones, narcotraficantes ni tiránicos vendepatria.

Chávez, para eterna vergüenza del gentilicio, es un producto completamente folklórico, criollo, vernáculo. Como salido de la imaginación de Rómulo Gallegos. El clásico caudillo de montoneras, analfabeto y brutal como los que asolaban los llanos, se sumaron primero a Boves y luego a Páez, para terminar a los pies de Gómez. Sin su integridad y su verticalidad nacionalista, porque la democracia petrolera había corrompido ambos atributos del tirano, para dejar en su lugar a magistrados populistas que fueron a dar a un asaltante sin atributos. Un mafioso, un pandillero.

Que aquel a quien algunos le viéramos las entrañas en cuanto se asomó a las pantallas, alcahueteado por el ministro de Defensa del asaltado y su asistente, ambos golpistas contumaces, fuera liberado por uno de los padres de la democracia y ese pueblo le alfombrara el camino para que llegara al poder torciéndole el cuello a la democracia, lo dice todo. Chávez fue el gobernante que los venezolanos se merecieron. Y tanto se lo merecieron, que jamás le retiraron su respaldo electoral. La enfermedad incurable que trajo a Venezuela a esta espantosa tragedia, el chavismo, fue el cáncer venezolano del siglo XXI. Fue el más auténtico producto político de la Venezuela moderna. Como el nazismo lo fue de la Alemania, Stalin de la Rusia, Mao  de la China y Castro de la Cuba en el siglo XX. Jamás nunca, en toda la historia de la humanidad, las tiranías se han impuesto a redropelo de sus pueblos. Todas ellas han sido, sin excepción, la más cabal expresión de la naturaleza de los tiranizados. Así hayan sido sus víctimas y hayan llorado lágrimas de sangre al sufrir sus resultados. Lo dijo Simone de Beauvoir, la eterna compañera de Jean Paul Sartre, palabras más palabras menos: “Sin la cooperación de los tiranizados, no habría tiranías”.

Lo pienso y lo digo pensando en esta extraña situación en que nos encontramos: con dos gobiernos y con ninguno. El uno porque es usurpador, el otro porque no ha sido electo. Y cuya legitimidad, derivada del organismo al que pertenece, no le otorga ni confiere el poder único y verdadero sobre el que descansan los poderes desde que el hombre es hombre: el poder de la fuerza, el poder de las armas.

Es el clásico estado de excepción: una nación a la deriva, desgajada de sus raíces y anclajes fundamentales, con la soberanía secuestrada por una isla miserable, unas fuerzas armadas aherrojadas, corrompidas, sometidas a oficiales cubanos al frente de un pueblo desintegrado privado de todos sus derechos constitucionales. Sería trágico si lo diéramos por perdido. Pero es una extraordinaria oportunidad si asumimos y enfrentamos la crisis como lo recomendara el gran pensador judío alemán Albert Einstein, para quien las crisis eran la madre de todo lo nuevo y lo  mejor inventado por el hombre. No repitiendo una y otra vez los mismos errores, signo evidente de locura, sino sacando fuerzas de flaqueza y haciendo acopio de fortaleza e imaginación para intentar lo nuevo.

¿Queremos volver a la cuarta república, populista, estatólatra, demagógica,  y corrompida? ¿O queremos dar un paso al frente desde esta tierra arrasada y darle un giro de 180 grados a nuestra historia política intentando una nueva forma de gobierno? ¿Liberal, descentralizado, civilista, moderno y progresista? Ese, no otro es el tema que debiera ocuparnos: la Venezuela que queremos. Que este gobierno transitorio culmine su tarea convocando a elecciones cuanto antes para ir al encuentro de nuestro futuro.


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