Solo con la estabilidad de sólidas instituciones liberales, la promoción del emprendimiento, la irrestricta defensa del derecho a la propiedad privada, la activa y militante limitación ciudadana a la omnipotencia del Estado –ese ogro filantrópico que combatía con absoluta pertinencia el Nobel mexicano Octavio Paz y que hoy continua combatiendo el Nobel peruano Mario Vargas Llosa–, podrá sobrevivir la democracia, nuestra única forma de existencia posible. Pues solo hay democracia allí donde se han impuesto las tendencias liberales que le son inherentes. Y solo puede haber prosperidad y progreso donde impera la libertad
El impeachment de Dilma Rousseff y los juicios penales contra Lula da Silva –cuyo encarcelamiento ya ha sido juzgado en la Corta Suprema de Justicia de Brasil, que, ante el desacato del ex presidente y fundador del Foro de Sao Paulo que se niega a entregarse, ha dictado orden de captura–, constituyen un golpe mortal a las aspiraciones de control de la región por parte de Cuba, el socialismo y las izquierdas castristas de América Latina agrupadas en el llamado Foro de Sao Paulo. Todas bajo la mascarada supuestamente neutral del “socialismo”. Se olvida la prevención de Von Mises, que en 1932 escribió: “La expresión ‘socialismo’ no implica otra cosa que “comunismo”. Si se lo considera en el contexto de la derrota del peronismo argentino y el socialismo chileno y las correspondientes victorias de Mauricio Macri en Argentina y Sebastián Piñera en Chile, se tiene un cuadro de las tendencias sociales y políticas que comienzan a imponerse en el Hemisferio. Es la alborada de una nueva forma, actualizada, de liberalismo. Quedan aún en suspenso las situaciones de Perú, tras la renuncia de PPK, y de Colombia y México a la espera del resultado de sus próximas elecciones presidenciales. Es casi seguro que en las primeras venza el candidato Iván Duque. Otro golpe mortal a Santos, a Petro, a Timoschenko y al Foro de Sao Paulo.
Si a estas tendencias se suma el rechazo de las principales democracias occidentales y, en nuestra región, del Grupo de Lima, a la dictadura castro-comunista de Nicolás Maduro –una satrapía subordinada de facto a la tiranía cubana–, así como la agresiva política internacional implementada por Donald Trump contra el terrorismo, que encuentra el firme respaldo de la Unión Europea y Canadá, podemos hablar con toda propiedad de un giro copernicano en el alineamiento de nuestra región en el escenario global. La rosa de los vientos indica que ellos están soplando a favor del liberalismo.
Imposible no recordar la agresiva respuesta de Henry Kissinger bajo la presidencia de Richard Nixon a la embestida guevarista de los años sesenta-setenta, así como la intervención de las Fuerzas Armadas en Brasil y los países del Cono Sur ante el desborde de la institucionalidad democrática, provocada por el guevarismo, y la lucha armada impulsada, financiada, preparada y coordinada desde Cuba por Fidel Castro. Cuyo zenit lo representara la captura y muerte del Che Guevara en Bolivia, y el gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile, que encontrara la respuesta de sus Fuerzas Armadas y el golpe de Estado dirigido por el general Augusto Pinochet. Que encontrara luego, en el gobierno de Ronald Reagan y el papado de Juan Pablo II las fuerzas motrices para infringirle un golpe mortal a la Unión Soviética y al aparato comunista internacional. Una política sistemáticamente boicoteada por el Partido Demócrata y los gobiernos de Jimmy Carter, Bill Clinton y Barak Obama. De alguna u otra forma, bajo coordenadas menos intensas, pero con propósitos muy semejantes, vivimos una suerte de revival de la Guerra Fría en menor escala, que hoy se libra en el terreno del comercio, la conquista de los mercados y la influencia estratégica de China, Rusia, Irán y el llamado Estado Islámico, de una parte, y Estados Unidos y el bloque occidental de naciones democráticas, de la otra.
Una profunda diferencia signa ambas contraofensivas: la de los sesenta-setenta era meramente defensiva y, ante el fracaso de los partidos del establecimiento por ofrecer alternativas, salvo en el caso de Venezuela, que encontraría con Rómulo Betancourt y el Pacto de Punto Fijo una sólida palanca de estabilidad y cambio democráticos, se vio obligada a recurrir a los ejércitos y las Fuerzas Armadas para contener la ofensiva popular de los partidos socialistas afiliados a la internacional castrista. Un recurso de doble filo, pues si bien selló entonces la suerte de las izquierdas castristas, fracturó el Estado de Derecho y sumió a las fuerzas armadas en un complejo ciclo de desprestigio y pérdida de credibilidad e influencia. Fue ese vacío el que aprovechado con astucia y talento político por el castrismo le permitiría, tras la crisis de Venezuela, entonces principal bastión de la democracia en la región, montar el contraataque que la llevara a dominar durante dos décadas el panorama político latinoamericano, prácticamente sin contrapesos.
Es ese ciclo el que está llegando a su fin, y del mismo modo que el ascenso del chavismo en los noventa del siglo pasado preparó las condiciones para el dominio del castro-comunismo en las dos décadas siguientes, del mismo modo la catastrófica debacle del chavismo y sus espantosos resultados condicionan la contraofensiva actual, sustentada en nuevos anhelos y aspiraciones de la sociedad civil a lo largo y ancho de América Latina. Así como en la nueva conciencia acerca de los verdaderos propósitos, resultados y consecuencias de las edénicas propuestas del socialismo, que no son otros que la universalización de la pobreza, del caos y la miseria. Incluso de crisis humanitarias. Y la consiguiente tiranía como en el caso cubano. Se ha extendido la conciencia, por primera vez en la historia de nuestra modernidad a niveles masivos, de que el socialismo promete el paraíso, pero provoca el infierno. Las pruebas están a la vista. Como nunca antes.
Es, por lo mismo, un terreno fértil no solo para combatir y luchar contra las fuerzas de la disolución, el caos y la provocación de crisis humanitarias: es el momento de propagar y afianzar fórmulas liberales, es decir: democráticas, de gobierno. Y comprender que solo con la estabilidad de firmes y sólidas instituciones liberales, la irrestricta defensa del derecho a la propiedad privada, la activa y militante limitación ciudadana a la omnipotencia del Estado, ese ogro filantrópico del que con absoluta pertinencia hablaba el Nobel mexicano Octavio Paz y que hoy continúa planteando el Nobel peruano Mario Vargas Llosa. Pues solo hay democracia allí donde se han impuesto las tendencias liberales que le son inherentes. Y solo puede haber prosperidad y progreso donde impera la libertad.
Es el trascendental momento que vivimos. Asumirlo como un imperativo categórico es obligación moral de las fuerzas democráticas de la región.
Democracia liberal es una redundancia, pues toda democracia es liberal, o no es una democracia. Pero usamos el término en salvaguarda de la malversación y el abuso del término democracia por las izquierdas socialistas venezolanas.
“La expresión ‘comunismo’ no significa otra cosa que ‘socialismo’. Si en la última generación estas palabras cambiaron varias veces de significado, se debió a cuestiones de técnica que separaban a socialistas de comunistas. Unos y otros persiguen la socialización de los medios de producción.” Ludwig von Mises, Socialismo, Buenos Aires, 1968, nota en pág. 43.