No son pocas las veces que, hablando con la gente sobre la crisis de Venezuela y los graves problemas que enfrenta el país, aseguran que la causa de tal pobreza y desabastecimiento es la corrupción. Es una creencia generalizada en la mayoría de países, no solo en Latinoamérica. La mayoría de los ciudadanos realmente creen que cualquier sistema económico, por retorcido que sea, puede funcionar si los gobernantes son atentos y se preocupan por el país. Como si el amor hacia la patria fuese suficiente y la economía y la política fuesen profecías autocumplidas.

Por supuesto, la corrupción es algo totalmente inmoral, pero eso no la convierte en el enemigo número uno. Muchos no prestan atención a las medidas políticas y económicas que el gobierno lleva a cabo, e insisten día a día en la injustificable corrupción sin preocuparse por las leyes que afectan directamente al país.

Por supuesto, la mayoría de personas no hacen esto por maldad. Seguramente ni siquiera lo hagan de forma intencionada y su pensamiento sea fruto de una mentalidad propia de una sociedad paternalista, en la que se tiende a creer que es el Estado el que debe solucionar los problemas de los ciudadanos y cuidarlos como si fueran niños. No se suele plantear que quizá la solución a los problemas no esté en la política sino en la cooperación voluntaria. O lo que es lo mismo, en el mercado. No se plantea que la solución a un determinado problema nos la pueda ofrecer una empresa privada y no un político. Un servicio privado y en competencia, en lugar de uno público y parasitado. Si lo pensamos bien, el sector privado tiene incentivos para darnos un buen servicio. Al fin y al cabo, si una empresa no nos ofrece calidad, compraremos a otra, y si se queda sin clientes, la empresa privada quebrará. Esto no ocurre con los servicios estatales. Se financian vía impuestos y su supervivencia no depende de dar un buen servicio sino del dinero arrebatado a los ciudadanos.

En Europa el imaginario colectivo ha asimilado la idea errónea, aunque sus economías sigan siendo, quizá no por mucho tiempo, mejores que la mayoría de economías latinoamericanas. La sociedad, cada vez más, cree que sus problemas no son suyos sino ajenos y que los demás son quienes deben financiar los mal llamados “derechos” por los que luchan. Según dicen, todo el mundo tiene derecho a una vivienda, a subsidios, a subvenciones, a sanidad y educación gratuita, etc. De lo que no se dan cuenta es de que no existe nada gratuito. Todo eso se paga con impuestos, y mientras más “servicios” ofrezca el Estado, menos dinero de su trabajo les queda a ciudadanos. ¿No es más justo que el dinero de los ciudadanos se quede en su bolsillo en vez de cobrarles impuestos para costear servicios que luego, hipócritamente, llamarán “gratuitos”? ¿Cómo reaccionaría una persona o empresa al saber que le van a arrebatar el dinero fruto de su arduo trabajo para gastarlo en algo en lo que esta no lo gastaría? No tendría incentivos para trabajar o invertir. En contraposición, existen países con bajos impuestos y regulaciones, donde en vez de gastar el dinero de los ciudadanos en “servicios” públicos, son ellos mismos los que, a través del sector privado, consiguen mejores productos y servicios a un precio más económico que el del Estado. También son países líderes en calidad de vida, con altos salarios y una pobreza escasa o inexistente. Son países donde la responsabilidad individual sigue con vida.

Sin libertad individual no hay prosperidad ni moral alguna. De nada vale echar al régimen corrupto y socialista si luego se aplican medidas similares. Tenemos la imperiosa necesidad de defender la libertad individual y la independencia de los ciudadanos del Estado. El paternalismo político y económico no traerá prosperidad, aun cuando, hipotéticamente, se pudiese eliminar la corrupción.


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