Muchos años después, ya caraqueño y de paso por Berlín, descubrí que los fantasmas del 68, pálidos y desdentados por el abandono y la drogadicción, seguían vagando por las esquinas, viviendo en comunas, durmiendo interminablemente en cuartos malolientes a sahumerio y haschisch, rodeados de tejidos hindúes y música oriental, prisioneros de un mundo definitivamente perdido, extraviados en el naufragio
“Sean realistas, pidan lo imposible”
La Sorbonne
“Es más fácil ponerse de acuerdo sobre lo que es el infierno que el paraíso”
Andre Glucksman
“El único paraíso que existe es el paraíso perdido”
Jorge Luis Borges
Pedro Mogna, in memoriam
Abro la edición especial de El País de España sobre la conmemoración del cincuentenario de Mayo del 68, del que apenas me entero en este sábado de penurias, abrumado por esta dantesca pesadilla poscastrista: me encuentro con una colección de banalidades periodísticas que apenas rozan los estremecedores hechos que entonces protagonizáramos, con 27 años a las espaldas, en Europa, recibidos y rebotados desde el Muro de Berlín, en cuyos aledaños yo vivía, pero irradiados desde ese centro cordial de la revolución de los Beatles y los Rollings, Silvie Vartan y Johnny Holliday, Pierrot Le Fou y Monica Vitti, Barbara y Jacques Brel, Pink Floyd y Charles Aznavour. No era el Palacio de Invierno ni el Cuartel Moncada: era La Sorbonne, el Quartier Latin, Nanterre y Vincenne, la Rive Gauche, el Sena, l’Odeon, Chatelet y el Boulevard Saint Germain, Luchino Visconti, Alain Delon y Claudia Cardinale, Godard y Federico Fellini. Hasta recibir entre esos comentarios como una bofetada la foto de André Glucksman, un “sesentayochero», como pasaron a ser designados y reconocidos los veteranos de esa insólita, deslumbrante y maravillosa revolución de los universitarios y la sociedad civil francesa, un parisiense de tomo y lomo que nos mostró el camino de la rebeldía dentro de la rebeldía desenmascarando la estafa marxista, viniendo a morirse, precisamente, en los comienzos de esta conmemoración, a la joven edad de setenta y ocho años. Merde alors!
Ha muerto el pasado fin de semana Pedrito Mogna, a los 73, que debe haber andado en esos tiempos de gloria por esos lados: la Place Saint Michel, el Quai des Grandes Augustins, esa orilla izquierda del Sena donde aún sobrevive L’Escluse, el tarantín en donde cantaban Barbara y Jacques Brel, no lejos de L’Escale, el tugurio subterráneo en donde cantaban Jesús Soto y Violeta Parra. Sucedió en Le Pont Neuf, Notre Dame y la librería de Francois Maspero. Nous etions tous des juifs allemands! Sería maravilloso imaginarse que, en efecto, su fantasma burlón recorre les bouquinistes de la Rive Droite y la librería de Ruedo Ibérico, en donde encontrábamos a los viejos republicanos antifranquistas y su tozudo combate contra el imbatible Generalísimo. El índice desgastado de tanto golpearlo contra la mesa asegurando a los gritos que ese año sí que caía el tirano. Por supuesto que no cayó. Se murió de viejo. Como Fidel y Stalin, Mao y Augusto Pinochet. En la realidad, los malos se mueren en sus lechos, no rinden ni rendirán jamás cuenta de sus crímenes, salvo en Libia y en El Cairo, en Pakistán y en Berlín.
Por allí vagabundeábamos en el París primaveral con nuestros compañeros de andanzas: Rudi Dutschke, Gastón Salvatore, Danny el Rojo, Gudrun Ensslin y Bernward Vesper-Triangel. Por esas callejuelas torcidas que trataban de imitar el zoco de Marraquech o los barrios del Pireo, en donde olía a cous cous y a chawarma, a cordero en brasas y queso de cabra, a salchicha con salsa de Dijon, a pizza, a resina, a Atenas y Alejandría. París se había convertido, por primera vez en su historia desde 1789, en la capital mundial de la revolución. La Habana era una alpargata. Moscú, un museo de cera. Pekín, una ilusión óptica. Era en Paris, era en Mayo, era en 1968. En el bulevar de los adoquines.
Yo vivía en Berlín, no en Paris. Y en mi memoria estaban Rosa Luxembourg, Karl Liebknecht y los espartaquistas de la revolución muniquense de noviembre de 1918. Teníamos suficientes antecedentes intelectuales como para no intimidarnos cuando venían los compañeros del 5eme a participar en el Vietnam Kongress que organizamos en enero de ese año glorioso. Daniel Cohn-Bendit era un joven discípulo judío alemán que solía visitarnos en la sede de la JUSO, las Juventudes Socialistas, en la Kurfürstendamm. Tampoco me interesaban Sartre o George Bataille, Henry Lefebre o Michel Foucault, Jacques Lacan, Lucien Goldman o Claude Lévy-Strauss. Muchísimo menos el estructuralismo y Louis Althusser con su marxismo latoso, de ferretería. El de Marta Harnecker. Nos sobraba de teoría crítica y marxismo auténtico con Herbert Marcuse y Ernst Bloch, Theodor Adorno y Jürgen Habermas, Günther Grass y Bertolt Brecht. Ansiosos por rescatar la memoria de la revolución bolchevique habíamos rescatado del olvido a Georg Lukács y a Karl Korsch, imprimiendo a mimeógrafo en noches de cervecería, enfrentamientos con la policía y Penny Lane, Historia y conciencia de clase o Marxismo y revolución. Para estar a tono con Mary Quant y la libertad sexual, también reprodujimos a estencil, en 1967, Die Funktion des Orgasmus (La función del orgasmo) de Wilhelm Reich. Y nos fajamos a estudiar a Freud y el psicoanálisis, para descifrar el laberinto de nuestros antepasados, las claves del autoritarismo y la personalidad autoritaria, esencias del nazismo. Y del comunismo, sea dicho en honor de la verdad. Volvíamos a las nostalgias del matriarcado. Fuimos militantemente antiautoritarios, antimilitaristas, antiestalinistas, antiburgueses. Libertarios en el más profundo y extenso sentido del término.
Fueron los años más apasionantes de la historia de la posguerra europea. Una rendición de cuentas radical y sin contemplaciones con las generaciones que toleraron a Hitler y a Stalin y convivieron con el Archipiélago Gulag y el Holocausto. Lo que suponía encarar a padres, tíos y abuelos. Y a nuestros propios íconos. ¿No es que Günther Grass había pertenecido a las SS? Años de ruptura existencial, de rechazo total al tradicionalismo castrador de la vieja vida universitaria europea, años de desenfado, de irrespeto, de heterodoxias. Años real y verdaderamente revolucionarios, en el más estricto sentido del concepto. Es cierto: de revolucionario en el sentido estrictamente político y marxista del término, fueron años de espuma y aromas revolucionarias. Superestructura pura. Sin una gota de proletariado ni campesinado. Y por lo mismo: auténticamente liberadores. Como que De Gaulle quedó al desnudo, se vio acorralado, su gobierno a la deriva y obligado a pedirle auxilio a sus Fuerzas Armadas, al borde de tener que pensar en un golpe de Estado para evitar un segundo asalto a La Bastilla. Cuando llegó la derrota, acompañada de dolorosas experiencias individuales y colectivas. Para lo cual contó con el respaldo del Partido Comunista francés, ya confesa y definitivamente burgués, pro capitalista y contrarrevolucionario.
Luego, como sucede con todas las revoluciones auténticas, vino la derrota. Fue un orgasmo sin consecuencias. El asalto al cielo, como es lógico, había fracasado. A mediados del 69 nos vimos náufragos de la nada, nuestras relaciones familiares destrozadas, cubiertos de fracasos académicos, con ilusiones rotas y las manos vacías. En rigor habíamos sido víctimas de nuestros delirios, sacudidos hasta la médula por las experiencias psicodélicas, borrachos de ideología y locura, la melena en los hombros, un mareo devastador y la sensación de haber pasado unas vacaciones en el paraíso. De regreso a los infiernos. Sin nada en las manos.
Como Sísifo: ascendimos hasta las alturas para deshacernos del fardo de las tradiciones y volvimos a caer con los brazos quebrados y las alas rotas, como el Ángel Nuevo de Paul Klee. Ni la música, ni la literatura, ni la vida cotidiana serían lo mismo. Habíamos logrado sacudirlo todo de raíz. Y cuando la polvareda volvió a decantarse y el mundo reapareció con el látigo en la mano para demostrar que era inmodificable y que la estupidez, como lo dijese el filósofo italiano Antonio Labriola, maestro de Gramsci, era la única realidad que podía desafiar eternidades, era demasiado tarde. Las ilusiones habían sido decapitadas. Una vez más, como sucede con todas las revoluciones cuando se agotan los impulsos iniciales y caen en manos de la barbarie de las nomenclaturas. Así fue en Rusia, así fue en Pekín, así fue en La Habana.
Muchos años después, ya caraqueño y de paso por Berlín, descubrí que los fantasmas del 68, pálidos y desdentados por el abandono y la drogadicción, seguían vagando por las esquinas, viviendo en comunas, durmiendo interminablemente en cuartos malolientes a sahumerio y haschisch, rodeados de tejidos hindúes y música oriental, prisioneros de un mundo definitivamente perdido, extraviados en el naufragio. Me abrieron los brazos y me dijeron, con lágrimas en los ojos, como si el náufrago, el que venía cuarenta años después desde Caracas, hubiera sido yo, “willkommen, achtundsechszigler”, bienvenido sesentayochero.
No pude contener las lágrimas.