Los ritos se establecen con la calma que imprime la sabiduría, son goteo permanente que alimenta las almas, si es que existen, diría algún agnóstico, pero que libran del agobio diario al que los celebra. Hay quienes hablan de ritos paganos y otros sacros. Hay ritos que cada cual establece según su propio ritmo y vida, como es el caso del que a la palabra corresponde, es la adoración a la poesía, la prosa, los cantos, el verbo que algunos elegidos dejan caer a quienes nos postramos ante su majestad.

A esos ceremoniales he dedicado mi vida desde muy temprano, deslumbrado por unos cuantos canónigos de esa secta: London, Verne, Salgari y Dumas fueron los primeros, y del último de ellos surgió el encandilamiento absoluto con El conde de Montecristo. La historia de Edmond Dantés secuestrado en el castillo de If por una jugarreta política (muy similar a las que por estos días lleva a cabo cierta horda en nuestro país contra gente digna como Simonovis, o los olvidados PM por el 11 de abril, o el general Vivas, o muchísimos otros que en los calabozos rojos languidecen moribundos), y su liberación gracias al fugaz, pero permanente en su influencia, abate Faria.

Aquel erudito que permanecía en las mazmorras del castillo se equivoca en sus cálculos al escapar y termina en la celda de Dantés. Al saber de la inminencia de su muerte le revela el secreto del tesoro infinito del cardenal Spada en un islote perdido en el Mediterráneo. Es la palabra del abate la que hace inmensamente rico al marino, y además le da la manera de escapar de la injusta prisión.

La magia de Dumas me hizo un ferviente feligrés del verbo, por ello ante sus manifestaciones más hermosas me inclino en gesto de humildad y acatamiento. Y mi credulidad se ha multiplicado siempre ante la imagen, es por lo que tengo una gratitud imperecedera por aquella diminuta joya que fue la Cinemateca Nacional, donde un imberbe Alfredo Cedeño veía a un señor delgado, elegante y de sonrisa permanente entrar a saludar a los asistentes a las funciones. Luego supe que era ¡el director de la Cinemateca!, que no dejaba de rondar para cerciorarse de que todo estaba bien.

Aquel Rodolfo Izaguirre ahora nos cautiva domingo a domingo con sus palabras desde El Nacional, y fue así como nació su libro En el tiempo de mi propia vida, que presentó el sábado pasado en la librería Altamira de Coral Gables. Él hace libro ese rosario de gemas que cada semana entrega con vocación de fraile. 87 años de sapiencia que, cual el tesoro del abate Faria, dispensa con humilde entrega. Su palabra que no deja de azotar a los jenízaros oficiales, siempre ha sido clarividente. En su novela Alacranes, de 1968, Edelmira le pregunta a Evaristo: “¿De qué vale entonces tu gobierno si se están cometiendo los mismos atropellos de toda la vida en este país?”.

Él, como buen conocedor del cine, uno de los mejores en tales menesteres, sabe el final de este thriller que padecemos, y augura el final que merecemos: en libertad.

© Alfredo Cedeño

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